Diciembre es el mes de los exilios, de los que vuelven. Ayer me encuentro en la veredita de Florencio con mi amigo que mueve los brazos y las manos como un loco espantando la masa de mosquitos que se mueve por la Isla. Cada vez que camino las callecitas empedrados pienso lo mismo. Quiero vivir en la Isla y decir que vivo en la Isla.
El amigo llega una vez al año, a veces dos, y casi siempre arreglamos para encontrarnos. Es una charla corta, en mi caso con un té de vainilla. Me pide mis mejores 3 libros de este año. Yo confieso que leí poquísimo pero me arreglo para una lista diminuta. El me recomienda dos y me cuenta historias increíbles de castillos marroquíes de 36 habitaciones y una escritora que se encierra meses a escribir en el medio de la nada. Le cuento que después de 10 años (la dedicatoria de mi amigo Llambí dice 1999 y fue un regalo de cumpleaños) terminé Leviathan.
-De repente tengo que admitir que no me gusta Paul Auster.
-De repente.
Caminamos de vuelta y me doy cuenta que estoy a dos cuadras de lo de Toti. Bien puedo pasar a visitarlo ahora que camina poquísimo y está la mayor parte del tiempo encerrado.
-Estoy al toque. Paso.
Entro con mis llaves. Ya tenemos esa precaución y dramática como soy, imagino escenas terribles en las que tengo que entrar a escenas terribles. Me gustaría tener una cabeza menos intrincada, más sencillita, menos vuelta.
-¿De dónde venís?
-De ver a un amigo.
Me gusta intrigarlo porque prende siempre.
-¿A qué amigo?
-A mi amigo que dirige cine.
-¿Dirige o produce?
-Dirige.
-¿Largos o publicidad?
-Los dos.
Y no para y le cuento de mi amigo, su novia adorable, su casa y me canso. Soy como un parquímetro. Me venzo a la hora con mi padre, pero como anuncio siempre que “paso dos minutos y sigo de largo” siempre parece que me quedo de más.
Mentira. El se pasaría el día mirándome, escuchándome hablar. O eso cree.
Hasta yo me canso de mí misma.
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