Tuesday, November 19, 2013

Teresa y el gorrión


Había varios cuentos que Toti me hacía de chica. Estaba ese que no era cuento y más bien un juego tonto en el que cuando yo preguntaba "¿Y entonces qué pasó?" venía la inevitable y siempre idéntica respuesta que me hacía morir de risa y de bronca e impotencia: "Y entonces vino la gatita blanca y se tomó tooooda la leche". Siempre en el mismo tono, siempre la misma O larga y ese efecto mágico que tiene la repetición (y la predictibilidad) en los chicos. Después estaba el del señor que había logrado achicar todos sus animalitos de granja y tenía vacas y ovejitas en miniatura que caminaban y pastaban sobre su escritorio mientras él trabajaba. Ese era de la autoría de Toti y hasta a veces venía con dibujos. Yo podía imaginarme perfectamente unas ovejitas minúsculas como los conejitos de algodón que escupían en ese cuento de Cortázar que leí muchos años después. Me parecía algo perfecto: una oveja lanuda y diminuta trepándose a tu mano desde el borde de un papel o asomándose detrás de una máquina de escribir. Pero después estaban esos cuentos de su infancia, que no eran cuentos.
Teresa había nacido en el campo y en algún momento de sus adolescencia, como tantas otras mujeres como ella, vino a Buenos Aires a trabajar "en casa de familia". La familia que le tocó en suerte (o no tanto) fue la de mi padre; básicamente sus tareas eran cuidarlo a él y sus dos hermanos, una mujer unos años mayor y el negro, el menor.
-Teresa nos crió- me dice mi padre y yo me sorprendo un poco que no haya sido mi abuela, esa madre tan devota que todos idolatran y recuerdan aún como "mami".
La cosa es que como buena mujer de campo, cuando Teresa encontró ese pichón caído del nido ni se le ocurrió abandonarlo y mucho menos visitar a un veterinario si no que se lo llevó a su cuarto y lo fue criando con paciencia. Le daba lombrices picadas con la punta de un palito, gotitas de agua y lo mantenía caliente entre medias de lana, algodones y plumas de un viejo plumero desarmado.
Era de esperarse que Toti, maravillado como suele estar con cualquier animal, fuese a su cuarto a ver los progresos que hacía el pichón. Tanto progresó que creció hasta la adultez y se pasó la vida revoloteando libremente por la casa de la calle Malaver en Olivos donde vivían y descansando en el hombro o el dedo índice de Teresa cuando ella lo llamaba.
-Era como un perro...una cosa increíble.
Tan dócil era el gorrión que hasta tomaba saliva de la lengua extendida de Teresa.
-¿No me estás exagerando, no?
-Por Dios, era así. Pero un día Teresa se casó y nosotros crecimos y ella se fue de casa a vivir con su marido. Venía a visitarnos cada tanto. Todavía tenía el gorrión...
A Toti se le nubla un poco la mirada. Yo me acuerdo aún del final del cuento, me lo contaba de chica cuando yo pedía "el cuento de Teresa y el pajarito". Entonces al borde de mi cama el me lo contaba y los dos nos entristecíamos cuando Teresa se casaba y se iba con su marido, el mismo que una noche se levantó y se calzó sus pantuflas para ir al baño. Era una noche de frío y el gorrión no había tenido mejor idea que abrigarse adentro de una de las pantuflas y dormir ahí, cerca de Teresa.

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Tuesday, November 05, 2013

La mirada de Zulema y los enanos del jardín


Mis abuelos vivían en esa esquina de Debenedetti en La Lucila, desde tiempos en los que la avenida Maipú (la que es Cabildo, dos veces Santa Fe en Martínez y el centro y mucho más lejos Centenario) era de tierra y pasaba el lechero en carro. A unas pocas cuadras de lo de mis abuelos, en una casa a la que me sería imposible llegar de memoria ahora porque de chico uno no registra los recorridos y tiende a entregarse a la caminata del adulto que te lleva de la mano, vivían dos hermanas: Cándida y Zulema. No sé exactamente dónde ni cuán cerca. Dos cuadras podían parecer kilómetros si nadie respondía a tu upa.
Generalmente era mi abuela la que decidía que iba a tomar mate a lo de Cándida y Zulema y me llevaba con ella. Vivían en un PH al que entrabas por un pasillo largo (mi padre se hubiese referido a eso como un "conventillo" pero también sigue diciendo palabras como "hacer zaguán" y "había una romería de gente") y tenía un jardín al final del pasillo antes de entrar a la casa. En el jardín había una de esas hamacas de madera en las que te sentás enfrentado y empujando la cola para atrás y generando algún movimiento repetitivo con las piernas apoyadas sobre la base que ahora no sé si podría reproducir, te terminabas hamacando violentamente en vaivén pero sin altura. Yo me hamacaba solita, de alguna manera me las ingeniaba para arrancar y después ya era cuestión de sostener el movimiento. Si estabas sola era todo más liviano y mucho más rápido.
Lo más fascinante del jardín de Cándida y Zulema eran no sólo los malvones y geranios que crecían colgados de esas paredes blancas como en una isla griega, si no los enanos de jardín que podías encontrar escondidos si te escabullías entre las demás plantas y canteros. Ahí estaban, levemente descoloridos por los años y las lluvias, cubiertos de moho con gorros rojos despintados y apoyados sobre una pala o cargando una canasta. Enanos en el jardín era algo sublime, imposible de encontrar en ninguno de los paquetísimos jardines que yo recorría. Yo conocía jardines diseñados con cuidado donde los únicos extras podían ser una piedra estratégicamente colocada o algún macetón enorme de reminiscencia toscana aceptable. Enanos jamás.  Ni esas uñas de gato, ni plantas de la moneda, ni todas esas suculentas que aún estando tan de moda son tan claramente "plantas de abuela" y yo reproduzco con tanto arte en mi terraza. El jardín de Candida y Zulema lo tenía todo y yo estaba fascinada con que me dejaran perderme solita por ahí. Probablemente tuviese el tamaño de un arenero un poco más grande de lo común pero a mí me parecía enorme y tenía mis rincones favoritos donde volver cada vez que las visitaba.
De Cándida me acuerdo muy poco, salvo que era una mujer chiquita con voz chillona, de batón permanente, ya viuda para cuando la conocí y con olor a mate cocido. Zulema, soltera, de pelo blanco peinado con spray y ruleros y una bizquera importante, había sido profesora de piano. "La señorita Zulema". En mis fantasías está vestida de negro y tiene esos anteojos que cuelgan del cuello agarrados con una cadenita que termina en una perla justo donde agarra con la patilla. Nunca la vi ni la escuché tocar el piano, un piano en el que seguramente tocó mi madre en su infancia. Creo que fue Zulema la responsable de mandar a mamá al conservatorio antes de que el piano muriese incendiado víctima de una rata a la que se le había dado por anidar ahí. ¿Serán verdad todas estas cosas que recuerdo? A mí Zulema me quería a la distancia con un cariño medio astigmático, como a la “hija de Elenita” (así la llamaba a mamá) y me seguía por el jardín con esa mirada estrábica por la que nunca sabías demasiado si te estaba mirando a vos o buscando algo más allá. Raro que con padre bizco yo no hubiese logrado domar la dirección de la mirada de Zulema. La mayoría de las veces parecía que miraba una abeja posada sbre la punta de su nariz. Pero no había nada.
Cuando mi abuela se mudó al departamento de al lado de casa en Olivos, todavía las visitaba. CándidayZulema, así todo junto, en tándem. Hasta las imaginé muriendo juntas, cada una en su cama individual: Cándida porque parecía de esas mujeres que en la viudez y ausencia de un hombre, reducen el espacio y hablan de lo impráctico de una "cama camera" y Zulema, muriendo en la cama de una plaza, esa misma en la que había dormido toda su vida. Virgen. Sola.

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