Thursday, September 27, 2012

My Little Porn


Entre las cosas que me fascinaban de chica, eran esas lapiceras que tenían a la chica con traje de baño enterizo y las dabas vuelta y la tinta iba cayendo hasta dejarla desnuda. El socio de mi viejo creo que tenía una y cuando iba al estudio yo la agarraba y la hacía dar vueltas hasta que la chica quedaba desnuda, bueno tal vez no desnuda pero en topless. Me parecía fascinante. Pornográfico, esas tetas blanquísimas de pezones rosas a la vista de todos.
Los vecinos de al lado tenían una chica jovencísima que trabajaba en la casa, Candy se llamaba. No debía tener más de 17 pero yo era chiquita y para mí Candy era toda una adulta. Candy tenía un juego de cartas de póker que en el reverso tenía fotos de minas desnudas y algunas escenas de sexo que un día vimos apoyadas en su mesa de luz. Cuando Candy no estaba, entrábamos a su cuarto desde el jardín y las mirábamos. Nunca nadie nos vio hacerlo, ni los vecinos. Con mi amiga Marité atravesábamos el cerco que dividía las casas (una ligustrina con un agujero en el medio que se había hecho de tanto pasar de un lado al otro) y entrábamos. Las casas eran gemelas así que yo sabia exactamente cómo y dónde estaba todo. La casa de al lado era mi casa pero en espejo. Conocía cada entrada, cada traba, cada ventana que podía empujarse, cada mosquitero que podía correrse. Sin embargo, era raro entrar y ver muebles distintos donde deberían estar los nuestros, mi cuarto del otro lado de la medianera con otra cama y un póster de la mujer biónica donde yo tenía una acuarela original de Grillo, el ilustrador amigo de mi viejo.
El libro de pintores hiperrealistas tenía en su mayoría naturalezas muertas que eran tan parecidas a la realidad que obviamente parecían fotos, piezas metálicas de automóviles que reflejaban a la perfección el paisaje de alrededor, jarras de agua con flores (no hay nada más difícil que pintar que agua dentro de vidrio) que obviamente también parecían de revista y una imagen de un desnudo. Uno solo en todo el libro. Era dos cuerpos enroscados, un hombre y una mujer. No me los acuerdo bien pero sí que era en blanco y negro y que estaban enroscados con "las partes" cerca y desnudos. Algo así como esa foto de John y Yoko. Tan reales. Yo trepaba para buscar el libro y ojearlo. Mama se preguntaría por qué agarraba ese y no los tantos que tenía de Impresionismo (es fanática) o ese gordo de Rafael, o ese otro enorme con Adiós Picasso escrito a pincel en la tapa. Ninguno. Solo éste. Una vez creo que me vio sentada en el sillón con libro apoyado en la falta mostrándoselo a una amiga y se dio cuenta.
 El libro de hiperrealismo ascendió misteriosamente dos estantes en la biblioteca, tan alto que había que treparse a una escalera para agarrarlo. Nunca mas lo vi.

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Wednesday, September 19, 2012

Malcriadita del orto

En un radio de 100 metros, hay tres casas de sombreros; lugares que debés haber pasado a diario sin siquiera darte cuenta que existen. A veces camino por una calle y me digo, "mirá, esta es la primera vez en tu vida que estás caminando esta calle". Cosas así pienso.
Mamá le tiene idea a la peluca, le da vueltas, que tiene más pelo que ella, que muy largo acá, que le voy a decir al peluquero que me la corté acá, ¿ves? Y se agarra unas patillas no tan a la garçon como las que ella suele usar que le asoman por el gorrito de lluvia Burburry´s que según me informa tiene unos 40 años. Quiero robárselo y reemplazarlo por un muleto de Chinatown. 
El proceso es así: en la casa de sombreros yo me pruebo y ella aprueba. Después, se los prueba ella y los va separado. De ese le gustan los colores, de este otro la forma y ese en particular le gusta porque tiene azul. Mi madre es muy de gustarle el azul. Y los verdes. Pero hay uno de morirse que es rosa. Me lo pruebo. Innegablemente perfecto. Le encanta. Se lo prueba. Nos encanta. Lo aparta. Probamos otros más. También los separa. Por momentos nos olvidamos de por qué estamos ahí, digo, más allá de comprando sombreros. La lógica del cáncer, quimio, pelo, peluca, sombrero se nos escapa.  Miro el rosa como esa Barbie que no vas a tener.
-¿Te gustó éste a vos? ¡Pero, llevátelo!
Y me calza el sombrero en la cabeza, me dice que me queda divino y me lo cede sin mediar más que eso. No me llega a dar culpa que enseguida me entusiasmo con que me gusta. Yo, que soy más culposa que una tía abuela de Woody Allen. (Que maravilloso el egoísmo de los hijos, pienso). Con el sombrero puesto encuentro otro que es perfecto para ella, uno que puede llegar a compensar el que me cedió y hasta superarlo en tonos. Lo probamos. Impecable. Mientras paga me agarra mirándome al espejo con mi Pink floppy hat. Se ríe. (Que maravilloso el amor de los padres, pienso).
Parezco Goldie Hawn en alguna película muy vintage con Chevy Chase por ejemplo.  La chica que atiende el local nos saca una foto, cada una con el suyo. Nos estamos riendo las dos. Se la mando a Flo.
-Nunca tires esa foto.
-Ni loca, contesto.


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Sunday, September 16, 2012

Paint It Red

Nuestra maestra de quinto grado se llamaba Elizabeth, era rubia, tenía ojos azules y seguramente la recuerdo mucho más linda de lo que era. Usaba un esmalte rojo furioso en las uñas. El mayor defecto de Elizabeth era que enseñaba matemática (al resto de la clase, conmigo no pudo). Cada vez que Elizabeth se acercaba a mi banco y señalaba algo en mi carpeta de hojas cuadriculadas yo veía el esmalte rojo furioso y no podía concentrarme en otra cosa. Ya era demasiado grande como para jugar a disfrazarme con uñas postizas toda pinturreajada como lo había hecho unos años antes y entonces simplemente fantaseaba con el momento en que pudiese tener uñas así y de ese color.
Cuando íbamos al supermercado, yo me apuraba por colarme por adelante del carrito que empujaba mamá en el Tanti y llegar a estar bien cerca de la caja registradora para ver cómo las uñas pegaban contra las teclas, se movían mientras contaban billetes y dejaban caer las moneditas en la palma de mamá. Hipnotizada, tanto que mis padres engañados con mi fascinación me regalaron una cajita registradora electrónica con billetes falsos y hasta moneditas plásticas que imitaban los clásicos “quarters, pennies and dimes”. Muy bien, divertido pero no era esa cosa de apretar botincitos lo que me interesaba (aunque estaba buenísimo también) si no las manos de uñas pintadas y cómo se movían. Yo hubiese sido feliz si me regalaban una peluquería por ejemplo, algún salón de belleza.
Es domingo, el día en que me pinto las uñas. Históricamente elijo este día para hacerlo después de un baño largo como algún ritual de preparación para la semana. Generalmente elijo los rojos furiosos y es particularmente apropiado que me acuerde de estas cosas ahora que soy lo suficientemente grande para acostarme tarde los domingos y elegir colores chillones para mis manos y mis pies.

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Sunday, September 09, 2012

Thirteen. Used to say "I loved Sean Penn"



No podíamos tener más de 13, tal vez 14. Puede ser esa cosa aniñada de chica bián de colegio inglés que vive una infancia detenida hasta bastante tarde y de repente cuando arranca, arranca, que me hace dudar, porque estas cosas que me acuerdo parecen más bien propias de alguien de no más de 10, 11 a lo sumo.
La cuestión es que a esa edad hacíamos básicamente dos cosas. Una era ver compulsivamente Halloween de John Carpenter y seguir aterradas la historia de Michael Myers que a mí me parecía lo más logrado cinematógraficamente si de terror se trataba. Supongo eso delata mi corta edad. Apagábamos todas las luces, nos tapábamos con frazadas y poníamos Play en un VHS en alguna casa de esas en las que ya había llegado la súper tecnología. (Tal vez era un Beta, quién sabe...). En mi casa, por ejemplo, no había video. Eramos una casa de televisón y por lo tanto fui de las primeras de mis amigas en tener tele color y después cable. El cine, y mi padre lo sigue diciendo hoy en día, se veía y se ve, en el cine. Entonces me acuerdo apenas de una jovencísima Jamie Lee Curtis, unas agujas de tejer y Michael Myers que nunca terminaba de morir y aunque ya sabíamos que estaba ahí acostado atrás del sillón cada vez gritábamos igual de fuerte. Esa noche, que dormiríamos en las carpas que habíamos montado en el medio del jardín de esa casa en Don Torcuato, gritamos un poco más.
La otra cosa que hacíamos era escuchar I like Chopin o lo que nosotras llamábamos Rainy Days. No sé si estaba en la radio, si la escuchábamos de un cassette o qué pero la cantábamos todo el día y nos sabíamos la letra de memoria porque ya la habíamos "sacado". La tarea de sacar letras era una actividad bastante común en ese momento, implicaba play y pause e ir anotando en un papel cada cosa que creías que escuchabas. Si tenías dudas lo tenías que hacer acompañada y después de doscientas veces de escuchar llegabas a la conclusión que decía "desire" cuando vos escuchabas "desaá". Para alguien con memoria visual y auditiva imposible no acordarme de las letra hasta hoy. Imagine you're face in a sunshine reflection. A vision of blue skies, forever distractions. Used to say I like Chopin. Love me now and again. Rainy days, never say goodbye, to desire, when we are together...Esa noche la escuchamos no sé cuántas veces y la última bien fuerte antes de irnos a dormir y después de ver Halloween como para olvidarnos.
La cosa es que hoy, escucho esa canción en mi cabeza (por suerte ya nadie la pasa en ninguna radio) y me corren escalofríos por la espalda. No tanto por lo mala, que lo es con furia, sino porque de alguna forma siempre me recuerda que Michael Myers anda ahí afuera, escpado de ese hospital, buscando vengarse.

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Friday, September 07, 2012

Ojos que no ven

Mientras tanto por las noches yo sueño con mujeres muertas y las muertas tienen sus bocas tapadas con pañuelos negros. Cuando se los sacan, una mueca horrible de grito ahogado, de ahorque. Desesperadas. Mis sueños son de una linealidad aburridísima. Lo único que nos queda descular con Sr. Transferencia era porqué se trataba de seis. 6, en número. Eran seis cadáveres en un escenario blanquísimo al que se accedía por una rampa en caracol, medio como un pequeño Guggenheim. Seis.
Y durante el día, camino entre los vivos y hago cosas de vivos. Me río, pienso, lloro, aprendo solita a hacer pastas con mi Pastalinda. Veo las láminas finitas después de varias pasadas, atravesar las cuchillas invisibles y salir en forma de fettuccini. Un placer infinito ver la prolijidad del corte y como se apilan como la melena de una Rapunzel rubia de caricatura. Como no tengo ese implemento que seguro existe -uno donde podés colgarlos a secar- uso esos dos palitos de batería que me regaló ese baterista en esa fiesta el año pasado con los chicos de Cuko. Los sostengo entre dos tazas y ahí culegan. Nunca se sabe dónde te puede llevar la cocina y mucho menos la música.
Los cuatro nos sentamos en la mesa a probar. El señorito no come nada que haya tenido ojos para lo cual opto por una salsa bien picante de tomates y una de gírgolas, portobellos y puerros. Hay de todo. Y sin ojos.
Mi casa ya se fue llenado de gente, no es más esa casa ajena (*) que nunca iba a ser mía; hay risas, hay cuerdas de guitarra (las verdaderas que suenan y yo les canto al lado y las de pasta), hay cuentos y ya está mucho más viva.
Y yo, por mi lado, de día y de noche, he vuelto a tener historias para contar.

(*) “Me cuenta que llega a su casa nueva, vacía y tiene esa misma sensación que tuve yo, de extrañeza, de espacios ajenos, de andar como pidiendo permiso. Digo que pasa, que se pasa. Como todo. Que de a poco uno va ganado espacios y pone una guitarra mirando desde el frente de la cama como para ver algo conocido, como para ir tomando el espacio, ganando terreno. Y uno conquista, gana y conquista y un día uno abre la puerta y vuelve a casa.”

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Tuesday, September 04, 2012

Keep Walking


Hace exactamente un año, después de un vuelo larguísimo, a la tarde estaba trepando las escaleritas medievales de San Gimigniano en lo que iba a ser una de las caminatas más largas y lindas que hice en mi vida.

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