Thursday, February 28, 2013

El cuartito de abajo del todo


En mi casa de Olivos teníamos un cuarto que se llamaba el “cuarto de costura” en el que nadie cosía (o rara vez) y dos que se llamaban “el cuartito de abajo” y el “cuartito de abajo del todo”.
Había dos jardines en barranca hacía las vías y el río;  el cuartito de abajo requería una única bajada de escalera para llegar, era luminoso y daba al primer jardín. Ahí tenía mi pizarrón de jugar a la maestra y varias muñecas sentadas para adoctrinar. Al segundo se llegaba bajando otra escalera, de ahí su de abajo del todo. Nada podía bajar más que eso. El cuartito de abajo del todo era húmedo y oscuro, con todo un jardín creciéndole encima y yo no me animaba a bajar si ya no había sol. De hecho, aún de día era un lugar de expedición con una llave imposiblemente difícil de maniobrar. Se guardaban cosas viejas o esos milagros comerciales con los que se entusiasmaba mi padre como unos ventiladores de techo de hierro forjado y tulipas de cristal esmerilado que hizo traer de no sé dónde, con aspas con esterilla y un peso incalculable. “Esos ventiladores de mierda que ocupan tanto lugar” creo que pasó a bautizarlos mi madre. También estaba la cabina inglesa de teléfono, doscientos millones de carpetas escolares mías como un pequeño “Archivo General de La Hija Unica” (no creo que nadie guardase tanta cosa con más de un hijo), dos caballetes de pintura de mi madre cuando dejó de pintar y una alfombra persa hecha un gran rollo. Cualquier cosa que llegaba tan bajo en la estructura hogareña estaba irremediablemente sujeta al olvido como mi madre y su pintura.
La casa vecina a la nuestra tenía el mismo cuartito de abajo del todo y el hijo mayor, cuando fue adolescente y yo era todavía muy chiquita, decidió mudarse ahí abajo e instalarse en lo que muchos años después comprendí era el sueño del bulo propio.
Me dio pena, pobrecito pensé, era obvio que entraría en el olvido familiar. Porque nada ni nadie volvía del cuartito de abajo del todo. Ahí quedaba. Húmedo y olvidado.

Labels: ,

Monday, February 25, 2013

Summer Reading


Hay libros de verano y veranos que son un libro, o varios. Ese año que me arrastraron las olas gigantes pasando Manantiales y casi no pude salir sin la ayuda de Z que me sacó, me puedo acordar exactamente los libros que estaban apoyados en la mesa de luz y hasta esa nota mental que me hice acerca de la incomodidad de la tapa dura. Me acuerdo como se me iban corriendo las páginas y yo me iba quedando sin libro. Ese quiero pero no quiero terminar. Y terminarlo y no poder arrancar con el siguiente. “Casi como una falta de respeto” me decía alguien el otro día. Un poco eso. Pequeño duelo, casi como el final de un affaire había dicho yo,  tener la piel del otro demasiado conocida y necesitar un poco de aire para que se vaya evaporando y volver a entusiasmarte.  
Esa vez lo terminé y esperé un poco hasta el próximo, hasta tener la sensación de que estaba lista. Y no funcionó, lo abandoné a las pocas páginas. Y otro más y tampoco. Promiscuidad lectora. No funcionaba. Después las insufribles comparaciones y nada fue tan bueno, ni tan emocionante, ni le pegaba tan en la tecla, ni estaba tan bien contado, ni era lo que tenía ganas de leer ahora, ni, ni, ni…
Este fui uno de mis libros del verano, raro en mí esto de leer en castellano. Me lo habían recomendado dentro de una larga lista y lo ignoré. Revisando la biblioteca de Toti antes de irme lo encontré ahí y bastante descreída lo agarre´con gesto  de "me lo llevo, total después veo". 
Una tarde y un día entero de playa y desapareció. No empecé con el próximo aún. Lo busco. Está por ahí y todavía el verano tiene algunos días.


Labels: ,

Wednesday, February 20, 2013

La vereda de Alberdi


En el verano, como anochecía más tarde y había luz en las calles hasta bien entrada la noche (la noche de los 8 años, que serían más o menos las 9) yo tenía permiso de quedarme afuera más tiempo. Quedarme afuera era callejear, no mucho más lejos que unas dos cuadras, de hecho hasta la vereda de Alberdi 651 donde vivía mi amiga Sofía. Y no era tanto callejear sino más bien veredear y en patines. Todavía no eran los rollers en línea que tuve muchos años después sino esos especímenes ruidosos de ruedas naranjas y metal que te atabas a la zapatilla con la misma fuerza que tenías que ajustar un recado, pegándole un fuerte tirón final para asegurarte que ahí quedase antes de engancharlo debajo de la misma tira. Mi amiga Sofía en cambio ya tenía unas botitas blancas con ruedas amarillas que le habían traído de Estados Unidos, todas acordonadas hasta bien por arriba del tobillo con las que yo soñaba. Eran lo más parecido a un patín sobre hielo y mucho más femeninos y rápidos que los otros. Como buena hija única y mujer me las ingenié para que el mensaje llegase a destino. Un tiempo después, en un regalo de cumpleaños, vinieron los más cotizados: unos patines con zapatilla incorporada. No eran exactamente la blanca botita de bailarina con la que yo soñaba pero calificaban como bastante cancheros. Eran una botita sí, pero de básquet amarilla y azul de gamuza con la misma lógica de freno que los naranjas, freno grande en la parte de adelante y todavía las ruedas en paralelo.
–Mucho más cancheros.
A mi viejo siempre le gustaron las mujeres en zapatillas, bien reas. Ni mi madre ni yo.
¿La gran diferencia? Las ruedas eran de una goma tan perfecta que eran absolutamente silenciosos, tanto que tenías que avisar si ibas a pasar a alguien porque ni te escuchaban.
La vereda de Alberdi era muy cotizada por los patinadores del barrio. Eran lajas blancas de esquina a esquina, casi de Rawson a Rosales y todavía pegaban la vuelta por Rosales rodeando la casa de los Martos y dándote unos 40 metros más de patinaje silencioso ininterrumpido. 40 metros a los 8 ó 9 años son muchos metros. Y si la libertad total eran los 200 hasta la casa de Sofi, eran la gloria. La vereda de Alberdi tenía, y aún lo tiene, un pequeño desnivel en la entrada a los garages a ambos costados del edificio que hacían las veces de bumps y te impulsaban unos metros más sin ningún esfuerzo. Por las tardes de verano podías encontrar algún que otro chico del barrio que había descubierto el piso liso y lo había convertido en su pista. O eso creía. Entonces tenías que jugar muy de local y marcar territorio, saludando porteros y vecinos y estirando un brazo cuando pegabas la vuelta a la esquina para arrancar disimuladamente alguna florcita de jazmín del país de chorreaba fuera de la reja verde y quedártela. Pero había que hacerlo con disimulo, como si el estire de la mano fuera parte de tu estilo al patinar. Y después olerla, con cara de nada mientras les pasabas patinando al lado sin saludar, por tu vereda.

Labels:

Saturday, February 09, 2013

Mujeres de lindos pies


-Es un lindo trapo ese.
Asumo que se refiere a la pollera esta, desflecada en el dobladillo. Los dos miramos a la vez hacia abajo.
-Tenés lindos pies vos, como tu madre. Hay que cuidar los pies.
Mi padre tiene esta obsesión con los pies. Cada  vez que tengo sandalias (que es más o menos todo el verano) me los mira con cuidado y va comprobando año a año que están igual o parecidos a lo que se veían cuando era chica. Supongo que sufre los propios, como muchas otras cosas pasadas los ochenta pero los pies le preocupan particularmente. Siempre me dio gracia. De chica nos criticaba a mi madre y a mí por andar todo el veranos descalzas. “Como dos indias” decía. Después venían los largos cuentos acerca de las bailarinas y sus pies dañados. No sé en qué momento vio tantos pies. O tantas bailarinas. 
Cuando yo tomaba clases de ballet, me apuraba a llegar antes al vestuario para sentarme al lado de la profesora (Poli, una colorada longilinea que didn’t quite make it to the Colón) y poder ver bien de cerca cuando se sacaba las zapatillas de punta. Miraba desde mi banco, con las patitas colgando, cómo Poli iba desatando con una habilidad envidiable las cintas de raso rosa Dior, se bajaba las polainas y descubría un pie. Era un pie sufrido, claro, años de estar parado de punta, pero era un pie de bailarina y en algún lugar su falta de perfección lo hacía más lindo. Aún así, abandoné el ballet tempranamente. Era buena en la barra y en el centro pero como en el piano, la disciplina y el esfuerzo no eran lo mío y me di cuenta rápido.
Mi padre hace que ponga el pie de costado.
-Tenés buen arco.
Y se supone que yo debería estar orgullosa de mi buen arco. Ya hemos tenido esta conversación varias veces. Se repite. Pasamos por los pies de mi madre, las bailarinas, reviso su medicación.
-Te falta Levofloxacina y un Madopar más, de esos tomás 5 por día…
Se sorprende.
-¿Cómo sabés?
-Porque sé, Toti, porque sé.
Y anoto. Eso y Rifampicina. Lo abrazo largo y bajamos juntos. Me felicito por la normalidad con la que me manejo. Se va a su café con Quique. “Son novios” le digo.  Se ríe y camina bastante destartalado hasta Austria siempre al borde de desmoronarse. Cada dos o tres pasos mira para atrás para verificar que yo esté bien. Cada dos o tres pasos yo me doy vuelta para lo mismo.

Labels: , , ,