Creo que tengo recuerdos de cada una de las estaciones que recorren la ciudad desde Retiro hasta Tigre, aunque los primeros arrancan siempre en Vicente López y esa barranca a la que me llevaba Toti a tirarme en bicicleta. ¿La de Urquiza era? Tenia una nombre que ya iba todo junto, eso que en la infancia transformás en palabras como “labarrancadeurquiza” sin saber muy bien lo que es una barranca y menos que menos quién era Urquiza. Creo también que era la misma de la que se tiraba el con sus amigos en carrito (uno que habían hecho con los chicos del barrio) y ese cuento de que ponían a alguien al final para parar los poquísimos autos que pasaban.
Pasar por Olivos es una maraña de recuerdos enredados como lanas de dos mil colores pero esas que van cambiando, mutando de un color a otro y cuando te creés que tenés el azul entre los dedos, tirás un poco más y es turquesa y para cuando lo sacaste es verde y ya casi amarillo. Vienen así, todos juntos, en colores y uno mezclado con otro. Pero caminando por el caminito que pasaba por detrás de casa y llevaba a la estación Olivos, Toti agarrado de mi mano (yo a la de él) mostrándome el tercer rail. Ya dije eso de que cuando fuiste un railway kid sabés perfectamente qué se pisa y qué no y cómo se mira si viene el tren, aún cuando viene pegando la curva desde La Lucila o los distinguís ya pasando la quinta desde el otro lado. La quinta y ese relato del paredón inexistente en la infancia de mi viejo y los chicos jugando al fútbol adentro de los jardines y algún presidente pateando la pelota. Y nadie sabe por qué, eso me llevaba al cuento también de mi padre haciendo la colimba y lavando el caballo de Perón que si bien era blanco cuando lo mojabas se ponía medio azul. ¿Invento? Ya no sé qué parte de mi pasado realmente sucedió y qué cuentos se armaron en mi cabeza con retazos de relatos ajenos. Cuando fuiste railway kid sabés si es un tren que viene o uno va.
Lo sabés. Y también sabés porque vivías cerca, muy cerca de la vía muerta, que
tan muerta no estaba y cuando gritabas que te ibas a jugar "a la vía muerta", caminando todo desde la cortada del Saint Andrew's hasta que llegabas a ver el río, tu madre gritaba desde arriba que “ojo” y eso era no pisar las vías ni hablar con extraños que ofreciesen caramelos (cosa que nunca sucedía).
Pasar por La Lucila es ver el frente de ese departamento en el que vivieron mis viejos de recién casados y los cuentos de los Fiat bolita que tenían, uno cada uno.
Martínez son las tardes después del colegio, más que nada los viernes, licuados en Nicanor con plata propia y comprarse algo para la fiesta de esa noche y cruzarse con algún chico del St. John´s vagueando también en zona y tal vez caminar hasta Pepino si había tiempo.
Acassuso es y será la estación de mis amigas Maite y Malaque y los veranos interminables en esa pileta en la que buceábamos más horas de las que estábamos en superficie. Agarrábamos los caracoles enormes y mientras las otras no miraban, una los tiraba como para que se hundan en lo más profundo y ahí recién, nos calzábamos los snorkels y visores y relojeábamos desde la superficie hasta hacer contacto visual con el tesoro y ahí hundirse desesperadamente con una bocanada de aire larga que te llevase esos metros (varios) hasta abajo en lo más hondo. Ahí, agarrabas el caracol grande (esos que si les apoyás la oreja podés escuchar el mar encerrado ahí) y lo levantabas bien en alto con una mano mientras pataleabas para subir mas rápido y cuando cruzabas el agua con la mano, por la boca recuperabas todo ese aire que habías perdido abajo. Triunfante. Acassuso es el olor a cloro en el pelo de puntas imposiblemente blancas del sol y ya casi verdes y los dedos de los pies y las manos arrugados como Manuelita la tortuga, los helados de Pepe y esperar cansada en un sillón de brocato bordó a que mamá y papá te vengan a buscar ya bien entrada la noche. Y dormir, y soñar que seguís buceando.
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