La vereda de Alberdi
En el
verano, como anochecía más tarde y había luz en las calles hasta bien
entrada la noche (la noche de los 8 años, que serían más o menos las 9) yo
tenía permiso de quedarme afuera más tiempo. Quedarme afuera era callejear, no
mucho más lejos que unas dos cuadras, de hecho hasta la vereda de Alberdi 651
donde vivía mi amiga Sofía. Y no era tanto callejear sino más bien veredear y
en patines. Todavía no eran los rollers en línea que tuve muchos años después sino
esos especímenes ruidosos de ruedas naranjas y metal que te atabas a la
zapatilla con la misma fuerza que tenías que ajustar un recado, pegándole un fuerte
tirón final para asegurarte que ahí quedase antes de engancharlo debajo de la
misma tira. Mi amiga Sofía en cambio ya tenía unas botitas blancas con ruedas
amarillas que le habían traído de Estados Unidos, todas acordonadas hasta bien por arriba del tobillo con las que yo
soñaba. Eran lo más parecido a un patín sobre hielo y mucho más femeninos y
rápidos que los otros. Como buena hija única y mujer me las ingenié para que el
mensaje llegase a destino. Un tiempo después, en un regalo de cumpleaños,
vinieron los más cotizados: unos patines con zapatilla incorporada. No
eran exactamente la blanca botita de bailarina con la que yo soñaba pero
calificaban como bastante cancheros. Eran una botita sí, pero de básquet
amarilla y azul de gamuza con la misma lógica de freno que los naranjas, freno
grande en la parte de adelante y todavía las ruedas en paralelo.
–Mucho
más cancheros.
A mi
viejo siempre le gustaron las mujeres en zapatillas, bien reas. Ni mi madre ni
yo.
¿La
gran diferencia? Las ruedas eran de una goma tan perfecta que eran
absolutamente silenciosos, tanto que tenías que avisar si ibas a pasar a
alguien porque ni te escuchaban.
La
vereda de Alberdi era muy cotizada por los patinadores del barrio. Eran lajas
blancas de esquina a esquina, casi de Rawson a Rosales y todavía pegaban la
vuelta por Rosales rodeando la casa de los Martos y dándote unos 40 metros más
de patinaje silencioso ininterrumpido. 40 metros a los 8 ó 9 años son muchos
metros. Y si la libertad total eran los 200 hasta la casa de Sofi, eran la
gloria. La vereda de Alberdi tenía, y aún lo tiene, un pequeño desnivel en la entrada
a los garages a ambos costados del edificio que hacían las veces de bumps y te impulsaban
unos metros más sin ningún esfuerzo. Por las tardes de verano podías encontrar
algún que otro chico del barrio que había descubierto el piso liso y lo había
convertido en su pista. O eso creía. Entonces tenías que jugar muy de local y
marcar territorio, saludando porteros y vecinos y estirando un brazo cuando
pegabas la vuelta a la esquina para arrancar disimuladamente alguna florcita de
jazmín del país de chorreaba fuera de la reja verde y quedártela. Pero había que hacerlo
con disimulo, como si el estire de la mano fuera parte de tu estilo al patinar.
Y después olerla, con cara de nada mientras les pasabas patinando al lado sin
saludar, por tu vereda.
Labels: Olivos
4 Comments:
Lindo recuerdo, Char. Me acuerdo de mis patines y de cómo los vecinos de abajo me odiaban porque yo no me los sacaba ni para dormir, encima teníamos piso de madera. Imaginate! Te inspiraste el el Buque? jajaaj! Da para todo ese Buque.AC
tuve de esos patines de lata extensibles, pero no tenía la glamorosa vereda de lajas blancas. Apenas 8 metros de galería.Igual, me sentía sobre hielo...
como siempre un placer leerte!!!
yo tb tuve los patines de rueda naranja y patinaba...en el pasillo que llevaba a las habitaciones de mi casa! en defensa: el pasillo tenia unos 12 metros, algo es algo. Saludos
Post a Comment
<< Home