En la
terraza hay ropa recién lavada que se mueve apenas con este viento de verano y
se seca al sol. Estos buenos algodones que a mis ojos “no requieren plancha”.
Soy muy rápida para aplicarle esa etiqueta a la ropa: mucho más fácil
atribuírselo a los 300 hilos peruanos que a mi propia vagancia.
Mi
abuela no estaría de acuerdo. Todo era planchable, hasta una bombacha que nadie
llegará a ver. En lo único que he sido obediente es en la parte del secado al
sol. Nada lo reemplaza. Los días de sol eran canastos y canastos que viajaban
desde el lavarropas a la terraza ardida de mi abuela para secarse por turnos,
doblarse y recién ahí guardarse en los cajones con sobrecitos de lavanda
envueltos en tul.
Mientras
los algodones flamean más livianos, me
llega el perfume del agua invisible que se va evaporando. No el costoso “olor a
limpio” que intentan inyectarle a
fórmula de Ariel si no este olor a secado al sol que ningún científico
perfumista puede envasar jamás en ninguna botella.
Todo
esto mientras leo un genial prólogo de Nicholas Shakespeare a In Patagonia de
Chatwin. Me divierto con una anécdota diminuta de la fascinación de Chatwin con
un pedazo de cuero con pelos rojos en una vitrina en la casa de su abuela.
Cuando preguntó de qué se trataba (era demasiado chico para leer el cartelito
escrito a tinta medio borroneada que lo identificaba) le contestaron “un pedazo
de brontosaurio”. Y ese pedazo de brontosaurio se convirtió en lo que más quiso
poseer en el mundo.
En mi
casa materna había una cabeza de hacha perfecta de una piedra marrón muy lisa y
pulida y un borde filoso esculpido un poco rústicamente pero de todas formas
peligroso. Era un pisa papeles o al menos ese era el irrespetuoso uso que se le dio miles de años después. Yo también
pregunté muy temprano de qué se trataba.
-Una
cabeza de hacha prehistórica.
La
habían encontrado familiares campesinos de mi abuela materna en Francia. El
arado las levantaba todo el tiempo y esta en particular fue un regalo que trajo
mi abuela de su única visita a Europa después de las guerras a visitar lo que
quedaba de su familia. El hacha viajó a la Argentina y con el tiempo se mudó a
casa de mi madre y con su peso pasó a sostener papeles en su lugar.
Un día
robé la cabeza de hacha y la escondí en mi mochila para llevar al colegio para
un proyecto sobre la prehistoria.
¿Quién
en todo el colegio podía ser poseedor de algo como esto? ¿Quién tener en su
propia casa una herramienta que había pasado por las manos de verdaderos
hombres de las cavernas? Un utensilio que, como mínimo, había sido usado para
cortajear el grueso cuero de un mamut recién cazado. ¿Quién?
Con
tanto manoseo, y después de haber sobrevivido no sé cuántos años de historia
humana, el hacha se cayó sobre una de las baldosas del colegio y se le
desprendió un pedazo. Chiquito, casi como un chispazo que parecía haber sido quitado
por el mismo tallador pero que yo intenté pegar sin éxito con Voligoma y disimuladamente
devolví a su lugar. La culpa era enorme, como haber derribado por una
distracción todos los huesos de un enorme T Rex exhibido en un museo de
Ciencias Naturales a vista de todos. Igual pero sin el estruendo.
El
cachito terminó desprendiéndose definitivamente y nadie pareció notarlo. Con
los años le perdí el rastro al hacha y asumí que no había sobrevivido las
mudanzas familiares. Hace unos meses, en un almuerzo en lo de mi madre, se me
ocurrió abrir un cajón en busca de las cucharitas de café del “juego bueno”.
Ahí estaba, en medio de ese cajón entre los cuchillos de plata. Pensé en
robarla por segunda vez pero no era urgente. Ahí estaba, igual que siempre, mi
“pedazo de brontosauro”.
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