Saturday, July 16, 2016

Brontosauro

En la terraza hay ropa recién lavada que se mueve apenas con este viento de verano y se seca al sol. Estos buenos algodones que a mis ojos “no requieren plancha”. Soy muy rápida para aplicarle esa etiqueta a la ropa: mucho más fácil atribuírselo a los 300 hilos peruanos que a mi propia vagancia.
Mi abuela no estaría de acuerdo. Todo era planchable, hasta una bombacha que nadie llegará a ver. En lo único que he sido obediente es en la parte del secado al sol. Nada lo reemplaza. Los días de sol eran canastos y canastos que viajaban desde el lavarropas a la terraza ardida de mi abuela para secarse por turnos, doblarse y recién ahí guardarse en los cajones con sobrecitos de lavanda envueltos en tul.
Mientras los algodones  flamean más livianos, me llega el perfume del agua invisible que se va evaporando. No el costoso “olor a limpio”  que intentan inyectarle a fórmula de Ariel si no este olor a secado al sol que ningún científico perfumista puede envasar jamás en ninguna botella.
Todo esto mientras leo un genial prólogo de Nicholas Shakespeare a In Patagonia de Chatwin. Me divierto con una anécdota diminuta de la fascinación de Chatwin con un pedazo de cuero con pelos rojos en una vitrina en la casa de su abuela. Cuando preguntó de qué se trataba (era demasiado chico para leer el cartelito escrito a tinta medio borroneada que lo identificaba) le contestaron “un pedazo de brontosaurio”. Y ese pedazo de brontosaurio se convirtió en lo que más quiso poseer en el mundo.
En mi casa materna había una cabeza de hacha perfecta de una piedra marrón muy lisa y pulida y un borde filoso esculpido un poco rústicamente pero de todas formas peligroso. Era un pisa papeles o al menos ese era el irrespetuoso uso que  se le dio miles de años después. Yo también pregunté muy temprano de qué se trataba.
-Una cabeza de hacha prehistórica.
La habían encontrado familiares campesinos de mi abuela materna en Francia. El arado las levantaba todo el tiempo y esta en particular fue un regalo que trajo mi abuela de su única visita a Europa después de las guerras a visitar lo que quedaba de su familia. El hacha viajó a la Argentina y con el tiempo se mudó a casa de mi madre y con su peso pasó a sostener papeles en su lugar.
Un día robé la cabeza de hacha y la escondí en mi mochila para llevar al colegio para un proyecto sobre la prehistoria.
¿Quién en todo el colegio podía ser poseedor de algo como esto? ¿Quién tener en su propia casa una herramienta que había pasado por las manos de verdaderos hombres de las cavernas? Un utensilio que, como mínimo, había sido usado para cortajear el grueso cuero de un mamut recién cazado. ¿Quién?
Con tanto manoseo, y después de haber sobrevivido no sé cuántos años de historia humana, el hacha se cayó sobre una de las baldosas del colegio y se le desprendió un pedazo. Chiquito, casi como un chispazo que parecía haber sido quitado por el mismo tallador pero que yo intenté pegar sin éxito con Voligoma y disimuladamente devolví a su lugar. La culpa era enorme, como haber derribado por una distracción todos los huesos de un enorme T Rex exhibido en un museo de Ciencias Naturales a vista de todos. Igual pero sin el estruendo.
El cachito terminó desprendiéndose definitivamente y nadie pareció notarlo. Con los años le perdí el rastro al hacha y asumí que no había sobrevivido las mudanzas familiares. Hace unos meses, en un almuerzo en lo de mi madre, se me ocurrió abrir un cajón en busca de las cucharitas de café del “juego bueno”. Ahí estaba, en medio de ese cajón entre los cuchillos de plata. Pensé en robarla por segunda vez pero no era urgente. Ahí estaba, igual que siempre, mi “pedazo de brontosauro”.


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Tuesday, July 07, 2015

Antes de la noche

Entre todo el Candy Crush de pastillas, Toti tiene un orden absoluto de colores, formas, horarios y pasos a seguir en la torpe coreografía de su Parkinson. Hay una caja de zapatos amarilla donde se guardan todas las cajas de todos los remedios. Algo así como una gran Babooshka amarilla. Cuadrada. La levodopa, que viene en frasco oscuro, también va ahí pero después, los frascos en desuso se acomodan uno contra otro en un estante de la biblioteca como si fuesen a tener un destino. No lo van a tener. Juntar polvo y ocupar lugar, dos cosas fatales. Están los pastilleros con los nombres de los días de la semana y sus cuatro compartimentos estancos para no confundirse. Salvo que en el primero van dos dosis de Levodopa porque hay una que manotea desde la cama y se coloca en la boca en sueños para poder empezar el día. Es la del arranque. Las demás, llevan nombres que no están escritos pero se las llama “las de las diez y media”,  “las de las siete y media” y así.  Si falta o sobra una pastilla, pondrá el grito en el cielo (un cielo bajito e inofensivo) y dirá algo así como que “aquí hay algo raro”.
Porque mi padre dice aquí y allí y contigo. Puede mirarme y decirme que “me gusta pasar tiempo contigo” como si viniésemos de otro país que no es este. Creo que es por mi abuelo, el hablaba así.
Me señala la vieja Underwood en la que escribía su padre y me recuerda lo que me recuerda siempre que siente que el final no está tan lejos. Empieza como un testamento anticipado de las dos o tres cosas que todavía le quedan.
-Esa después va a ser tuya. Anda perfectamente. Le hice arreglar la R. La cinta de la tinta debe estar seca o empastada. Pero bueno, es linda para mirarla…
Claro que es linda para mirarla. Está en lo más alto de la biblioteca, arriba de los frascos de levodopa y junto a un Mickey Mouse de goma que sostiene un maletín y una manzana roja en la otra mano.
Antes de irse a dormir tiene todo un ritual. Se arma una suerte de kit de primeros auxilios para no morir de sed durante la noche. Se trata de una caja de telgopor que supongo habrá contenido helado alguna vez, en la que le coloca un vaso de Starbucks de plástico en el centro (uno de esos transparentes en los que suelen servirte un frapuccino).  Alrededor del vaso para que no se caliente (es obsesivo de las bebidas bien frías) coloca una serie de hieleras plásticas selladas. Lo hace de forma tal que el vaso quede inmovilizado en el medio y no se vuelque, como rodeado de glaciares. Coloca la tapa. Arriba, pone su pastillero de plástico. Y así, con todo el kit armado, camina lentamente para depositarlo debajo de su cama y alistarse para dormir.
A veces, se le cae todo en el camino y tiene que volver a empezar.

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Friday, April 24, 2015

Lonely Planet

Mi padre descubrió una mañana que tenía el pasaporte vencido y se angustió mucho porque la mera idea de no poder salir del país ante una eventualidad lo trastornaba. Mi tía, que lo conoce desde que nació (el, no ella) no tuvo mejor idea para consolarlo que decirle que de todas formas, de tener el pasaporte al día, no tendría plata para pagarse un extenso viaje al viejo continente, que de nada serviría la documentación. Pero después, para mortificarlo en ese idioma en el que sólo se hablan los hermanos, le dijo:
-Y además, si lo pensás, para el caso tampoco podés salir del planeta. Así que no jodas…
-¡No me digas una cosa así, Pirucha, es terrible!
Y se disparó un episodio de claustrofobia como tantos.
El hombre atrapado en el planeta. Así lo pienso.
Cuando era chica, los cuentos que me contaba al borde de la cama eran mucho mejores que los que aparecían en cualquier libro de los que yo podía leer a esa edad, esos que tenían letra grande y mucho dibujo. Los cuentos que inventaba mi padre tenían a un hombre con una granja real en miniatura con todos los animales deambulando por su escritorio mientras el hombre trabajaba. Vaquitas diminutas y ovejas que se movían entre las presentaciones a la DGI, que bebían agua de los restos de un vaso volcado al lado de la máquina de escribir, viboritas que se enredaban en su lápiz mientras intentaba dibujar story boards. Y también la ocasional borrachera cuando un par de chanchitos se tomaron lo que había goteado de la botella de whisky apoyada en el escritorio mientras el hombre tipeaba ocupado en su máquina hasta que notó como venían los chanchitos seseando y tropezando con una goma de borrar hasta dormirse sobre un bollito de Carilinas. Ese era uno de mis preferidos.
Cada día pasaban cosas nuevas en la granja. Los animales como en la novela de Orwell cada tanto se rebelaban y se armaban tremendas estampidas en el escritorio del buen hombre, con gallinas minúsculas revoloteando por todos lados, toros bravos (de no más de cinco centímetros) que arremetían contra todo y una manada de ovejitas aterradas apretujadas contra los libros.
Había otros cuentos. Pero eran más tristes y no me los acuerdo bien.
Mi viejo, que tiene miedo a quedar atrapado en este planeta, me dijo una vez que lo peor del Parkinson es una sensación de estar atrapado en un cuerpo que no es suyo, "como tener una percha rígida puesta adentro de la camisa, y no poder salir”.

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Thursday, September 18, 2014

Ciro de Los piojos

En esa época usábamos MSN y en tu perfil vos tenías una foto de Ciro, el de Los piojos, metida ahí minúscula. Durante todo ese tiempo antes de conocernos, antes en realidad de que me mandases esa otra foto vestido de esquiador imposible de reconocer y la otra, tu cara era para mí la de Ciro de Los piojos.
Después, cuando te conocí, supongo que la primera sorpresa fue lo notablemente distinto que eras a Ciro de Los piojos. Claro, más allá de lo morocho, nada.
-Vos tenés una belleza muy segundo cordón.
Te lo digo siempre para molestarte y a vos te da gracia. Es más, ya lo adoptaste como propio y te lo decís solito. Ya somos como esos viejos que se completan los cuentos y no importa bien a quién le pertenece el copyright.
Por otro lado, no sé ni quiénes son Los piojos o siquiera si debería conocerlos. La cosa es que no tengo ni idea.
Al final una noche viniste a casa y cocinamos un risotto con langostinos y tomamos mucho vodka tonic. ¿Demasiado? Y cogimos toda la noche. O parte de la noche. Los detalles se me borraron un poco pero sé que lo tengo todo escrito en una Moleskine negra en algún lugar de casa en un cuaderno que se mudó conmigo. Parece que fue en otra vida. Yo te bailaba I’m no good de Amy Winehouse y me gustaba esa parte de “Sniff me out like I was Tanqueray” aunque lo que tomábamos era un Grey Goose. Con mucha lima.
Después lloramos. Unos meses después. Mucho también.
El otro día pasé por un kiosco y había una Rolling Stone con Ciro en la tapa. Creo que nunca escuché un tema de él más allá de ese en el que la stalkea a la Macedo que la juega de infeliz y me dieron un poco de celos. Apenitas. Mírenla, pero el la acentúa en la A también, porque le da mejor la métrica así. Mí ren lá. Mire mire mire mi ren lá.
Cuando lo vi ahí en la tapa, sabiendo por supuesto que no, me pregunté “¿y ahora qué hace este pelotudo en la tapa de la Rolling Stone?”. Preguntaba por vos. Porque a veces, cuando lo veo al desconocido de Ciro de los Piojos, todavía sos un poco vos. Y me calienta.

Thursday, August 14, 2014

40 años después

Mis padres se casaron en una capillita diminuta de Martínez, Santa María de La Lucila, que en realidad pienso que es La Lucila porque es a unas cuadras de Paraná que es sabido es la calle que divide una localidad de la otra. Santa María de La Lucila está en el medio de una placita, tiene un jardín en el que en esos tiempos (hace 50 años) podías hacer la fiesta y es una construcción “simple y austera” según las palabras de mi madre. Supongo que Toti accedió a casarse ahí a pedido de ella y ella lo habrá pedido para que sus padres no le rompan demasiado. 
Mi madre tenía puesto un vestidito de broderie mini (en esa época las chicas se casaban en minifalda) que nunca vi en foto pero usaba para disfrazarme de chica. De líneas simples y austeras como la capilla en la que se casó, creo que terminó reciclado en otra cosa. 
Tampoco hay fotos de la fiesta; sí una filmación desaparecida ya que los cameramen que mi padre (el director de cine) había contratado para la ocasión, se empedaron y perdieron las tortas (de película, no de boda). Y así fue que nunca vi ni una foto ni una película del evento. Es todo un cuento que tengo en mi cabeza y retazos de un vestido de broderie con el que jugaba.
Mi madre eligió la misma capilla para bautizarme, 10 años después, cuando yo era bastante grandecita. En las fotos ya tengo rulitos dorados y zapatos pequeñísimos con agujeritos en el frente. Y cara de terror. 
Mi madre me dice que mientras volvía de una reunión en Olivos ayer, pasó por la puerta de Santa María de La Lucila y decidió entrar unos 40 años después. Parece que el lugar sigue igual, la misma austeridad, las mismas paredes blancas. Dice que se sentó un rato, pensó en lo que había pasado ahí tantos años atrás, en los que ya no estaban, agradeció otro tanto (no es una mujer religiosa) y caminó el resto del camino hasta su casa. 40 años después.

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Wednesday, August 06, 2014

Verano

Está anocheciendo y mi madre está apoyada sobre la baranda del balcón mirando como el jardín se va oscureciendo. De a poco. Es verano, estamos de vuelta después de unas semanas en Uruguay. 
Apenas subimos con el auto a la entrada de la casa, de nuestra casa, se abre la puerta del frente. Sale mi abuela y una vecina. A la distancia ya se nota que mi abuela está llorando.

Cuando viajábamos mis abuelos solían cuidar la casa y cuando mis padres viajaban solos, yo quedaba adentro de la casa. Mi abuelo se encargaba de poner en marcha el auto para que no se muera la batería y juntos se encargaban de mí. 
Única nieta mimada.
Baja la vecina y se acerca al auto. Úlceras sangrantes, internado, mi abuelo. No llegamos ni a bajar y fuimos a verlo.
 Ese había sido el primer verano que me dejaron maquillarme: delineador negro y brillo trasparente. En segundos desaparece mi verano.

Tengo una vaga imagen de mi abuelo en esa cama de la clínica. La próxima es la de mamá mirando a la nada, al jardín oscureciendo, con lágrimas que le caen por las mejillas pero cara de indiferencia. No sé si le duele, está anestesiada, estuvo tomando, es obvio. Son esos ojos a media asta, los párpados cayendo un milímetro por debajo de lo normal. Yo la miro. Yo sé detectar esas cosas. Es un talento que conservo. A esa edad no conozco mucha gente a la que se le haya muerto su padre y miro atentamente a ver si puedo descubrir qué se siente. Tiene una tristeza silenciosa, muy polaca, muy alcoholizada, una tristeza sumisa sin escándalos.
 Con mi padre vamos a una cochería y hacemos los trámites. Para eso no soy demasiado chica parece. No sé si hay entierro, no me llevan. No sé cómo muere ni exactamente cuándo, sólo que años después, muchos (como diez) mi madre ya sobria tiene que presenciar como abren el cajón para "reducir" los restos. No se había reducido, casi nada, hasta el propio empleado del cementerio se sorprende. Más años para esperar y sacar ese nylon culpable que lo envolvía. Para ese momento ya soy mucho más grande y me imagino una escena más de Hamlet que otra cosa. Poor Yorrick pienso, y en cómo se verá un cuerpo diez años después de muerto.

Todavía más años después, cuando se muere mi abuela, mamá no quiere entrar a verla. No sé bien por qué. Yo sí. Entro, la miro. Tiene cara de muerta. Me beso dos dedos de la mano y se los apoyo despacito en la mejilla. La verdad es que no me animo a acercarle la cara y tampoco me parece necesario. Mentira que parecen dormidos, los muertos parecen muertes. Y cerosos.
 También viene papá al proceso. Como si fuésemos familia. Quiere estar dice, aunque hace años que se fue de casa. Pero después las decisiones las tomo yo y ellos quedan como dos mudos a mis costados.
Mi madre no puede enterrar a sus padres.

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Tuesday, August 05, 2014

Vuelvo

Sin frente marchita ni nada que se le parezca. Con un corte de pelo, apenas. Y apenas unos centímetros más corto. Nada drástico. Una cobarde, claro.
Y un montón de anotaciones que van desde papelitos sueltos, cuadernos viejos, dorsos de presupuestos en borrador y en la última página de mi Moleskine correspondiente al 31 de diciembre que viene así como de regalo por si las moscas y nadie usa. Porque para ese entonces ya cualquier persona de bien tiene su nueva agenda y con ansiedad por estrenarla y ese día no se usa porque no pasa nada. Ese día termina el año y punto. Ese día puede usarse para escribir. Yo escribí ahí. También en unos espacios por encima de la conversión universal de medidas, los talles internacionales, los códigos de discado, un planisferio con los husos horarios y la duración de vuelos internacionales. Todo inútil. Todo garabateado con mi letra, desprolija pero con dejo a colegio inglés y años de tortuosa caligrafía. Renglones y renglones de cursivas mayúsculas y minúsculas hasta llegar a la perfección bajo el ojo meticuloso de Mrs. Henry que era de History pero igual no le gustaba mi letra.
Dudo que alguien se acuerde de lo complicada que era la H cursiva mayúscula. Yo me acuerdo. No la uso más como se debe pero me la sé a la perfección, con todas sus curvitas y sus idas y vueltas como la E que no es un simple rulo. No, no.
Ahí escribí. Y en un montón de pedacitos más que iré transcribiendo. Si vale la pena. O no.
Pero volví.
Y escribí. Hasta en un 31 de diciembre que todavía no llegó.

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