No Method to My Madness
Creo que hago todo -cantar, cocinar, escribir y pintar- más o menos con el mismo método: ninguno, el sin método aplicado. No creo que sea algo necesariamente bueno. De hecho, en ocasiones lo extraño. Como cuando apoyo un pincel cargado y esa mancha que queda no tiene nada que ver con la que había pintado en mi cabeza. O esa oración larga, cacofónica y sin arreglo que dejo morir ahí porque no tengo método posible de resucitación. Sin CPR para la escritura. O ese curry soso de quínoa que salió esa vez y no había sal ni especias ni cardamomo de Bengal ni polvo milagroso de no sé donde que lo volviera de un estado de compota maléfico y terminal. Al tacho. O cuando canto con Juan y siete veces me tiene que marcar la entrada en Lovesong de The Cure, levantando cejas como para darme la señal, separando en sílabas, marcándome con su zapatilla sobre la alfombra de casa y yo mirando sorda y odiándome con eso que sale tarde de mi boca. Afinado al menos.
Pero a veces, sólo a veces, cae una gota de color en la esquina perfecta, el papel se comporta como un buen verjurado de 300gramos, las cebollas se caramelizan a tiempo, se tiñen con vino tinto y por la temperatura derriten apenas el Brie y ese párrafo cierra perfecto después de ese punto y cantamos una versión de lo más presentable de "Dance me to the end of Love" de Cohen, tanto que yo grito excitada un grabémosla, please. Pero a veces, sólo a veces.
Pero a veces, sólo a veces, cae una gota de color en la esquina perfecta, el papel se comporta como un buen verjurado de 300gramos, las cebollas se caramelizan a tiempo, se tiñen con vino tinto y por la temperatura derriten apenas el Brie y ese párrafo cierra perfecto después de ese punto y cantamos una versión de lo más presentable de "Dance me to the end of Love" de Cohen, tanto que yo grito excitada un grabémosla, please. Pero a veces, sólo a veces.
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