Fast Lane

El camino de vuelta de San Isidro es largo si no agarrás Panamericana, pero desde el bajo no tiene demasiado sentido y menos cuando te clavás 20 minutos atrás de los domingueros que decidieron comerse algo en el Molino si es que el concepto todavía existe. ¿Porqué me ensañé con la zona norte? Incomprensible. Doblo, cruzo, agarro atajos y me manejo con precisión cartográfica. Sin embargo, puteo en cada esquina. Como un ex novio con el que te arrepentís haber estado. Eso no se hace.
Hay un límite a la cantidad de veces que una puede ir a la Suburbia en un fin de semana. Dos lo sobrepasa. Ejecto del asado familiar que incluía primo jazzero de Brooklyn en plan visita y con todo lo que lo quiero empalmo con programa II sin tiempo para hacer escala técnica en lo de madre. Cargo nafta en la Shell antes del CASI y las bondades del vidrio polarizado me permiten hacer un cambio de remera y reemplazo All Stars por botas en un único paso poco traumático y sin dolor. (Las ventajas de haberse cambiado en un vestuario helado en la Benemérita Institución que me educó). El resto se arregla con espejito retrovisor y maña (que no me falta).
Programa II incluye grupo de descococidos a no ser por los dueños de casa, película en gran pantalla con gente en sillones, baterista de Virus y un largo camino de regreso a Palermo. Manejar auto ajeno tiene sus sorpresas, por ejemplo revolver la pilita de CD´s en el asiento del copilot y poner al azar justo el que tiene todos los hits latinos impresentables que como Maipú está vacía y Lugones ni te cuento, podés cantar a los gritos mientras lo pisás.
Porque cuando el volante lo tengo yo, nene, creéme que lo piso.